martes, 20 de abril de 2010

Oración reflexiva

Musicación de la entrada.




Son las dos y cuarto. Escucho música en el CD del coche mientras vuelvo a casa. Delante de mí, un mercedes gris metalizado con matrícula 7643-FGB. Son mis iniciales. El 7 y el 3 tienen que ver con la fecha de mi nacimiento ¿y el 64? ¡Horror! ¡La edad de mi muerte! ¡Se trata de una señal! Intento tranquilizarme pensando que soy una persona instruida y que no creo en esas tonterías. Es decir, creo que no creo. Parece mentira cómo esas tonterías, es decir, el descubrimiento de la Cosa, la primera religión desarrollada por y para los humanos, está tan arraigada en nuestros huesos, casi formando parte de nuestros cromosomas, que cuesta escapar a ella con un simple acto de fe agnóstica. Quizá no sea la edad de mi muerte, sino sólo la fecha: moriré un cuatro de junio o un seis de abril. Sí. Éste mensaje es más soportable. Porque del año no dice nada. El miedo me hace un guiño desde lo más profundo de mi ánimo.


Estas aprensiones son consecuencia de mi situación laboral. Ya he pasado mi último inicio de curso, mis últimas vacaciones de verano, de Navidad y de Semana Santa. Ya no habrá más vacaciones para mí. Pienso en mi vida como en una espiral de cursos cada año más interminable que ha dejado de orbitar y se dirige en línea recta hasta el espacio infinito. Algo así.


Todavía me quedan un claustro, tal vez dos, y la evaluación final. La ¡¡evaluación FINAL!! No hay duda de que tengo el síndrome jubilar; mi caso es de libro. Supongo que estos sobresaltos se acabarán a finales de junio, exactamente dentro de 69 días. Sin embargo, me he propuesto disfrutar de todo lo bueno y, sobre todo, de todo lo malo que me depare este periodo final. Así que voy a paladear estas aprensiones sobre el tiempo y las edades del hombre. A decir verdad no le tengo miedo a esta Última Evaluación, así, sin setiembres que valgan. Lo que me inquieta es que no tengo los criterios de evaluación. Tengo entendido que estos criterios de evaluación son como los objetivos, pero enunciados en otro tiempo verbal y en tercera persona. Esto no es un problema para cualquier enseñante que haya pasado las oposiciones en los últimos veinte años, pero yo ingresé en un Cuerpo sin objetivos. Es decir, que yo ingresé en mi cuerpo mortal sin-ob-je-ti-vos. Y sin vocación. Cuando esos maestros venidos a más, los pedagogos, se inventaron el galimatías logse, para convertir lo que era un arte en una ciencia y, más tarde, los economistas venidos a menos, los políticos, convirtieron lo que era un servicio público en un negocio, yo me llevé una tremenda decepción. Otra más. La primera, como ya os imaginaréis, me la llevé siendo muy pequeño, cuando me enteré de que, al final, sin lugar a dudas, uno se muere. A partir de aquella certeza todo dejó de ser cierto. La Vida siguió siendo hermosa, aun más si cabe, pero la vida perdió toda su gracia. ¿Para qué ser el primero de la clase o el más borde del barrio? ¿Para qué coleccionar sellos de correos o números del TBO, por ejemplo? ¿Qué objetivo tenía marcarse objetivos? A partir de aquí os podéis imaginar el resto. O sea, mi vida. A lo largo de ella he tenido muchos desengaños, uno tras otros. Incluso se podría decir que mi vida ha sido un desengaño continuo. Si la recordara, claro, porque la memoria nunca ha sido mi fuerte. Por ejemplo: cada año hay que hacer una Memoria Final del curso. Yo suelo copiar siempre la del año anterior. Sin embargo, no he visto que hayan cambiado desde hace más de treinta años las cosas en la enseñanza. A no ser que antes mis compañeros eran demasiado mayores y ahora son demasiado jóvenes. Pero es es natural. ¿Para qué vale la memoria? Para ser el primero de la clase, supongo. Pero ¿para qué más? Llevamos miles de años escribiendo memorias y ¿de qué nos ha servido? ¿De qué me va servir recordar mi vida? Además siempre hay un Martínez Sarrión que la recuerde por ti. ¿Lo veis? Por otra parte, nada me haría tan feliz, si se me ha a evaluar finalmente, como que al lado de mi nombre se escribiera "sin calificar".

Todo esto me lo he dicho a mí mismo (oración reflexiva) a modo de distracción mientras volvía en coche del trabajo a casa, porque la música que sonaba no era suficiente para quitarme de la cabeza la maldita matrícula del mercedes que he traído delante de mí hasta casi llegar a Murcia.


Dice mi compañero S. que en la sonatas lo que importa es el aria, el primer movimiento; lo demás es ganas de marear la perdiz. No le falta razón. Por eso he subido sólo las arias de las sonatas de piano 7 y 8 de Mozart que han servido de fondo musical a mi fantaseo.