martes, 9 de febrero de 2010

Lasciate qu'io pianga


Desde la aparición del lenguaje articulado éste ha cumplido una función aparentemente paradójica: la de ocultar la verdad. Parece que en esto la imagen va por detrás, al estar, por decirlo así, más apegada a su referente. Sin embargo, la imagen tampoco es inocente, como todos sabemos.
Todavía se hacen películas en las que el uso de la palabra hablada es mínimo y algunos ejemplos ya míticos del cine mudo siguen ocupando los puestos más destacados del
ranking fílmico universal. Casi siempre, la renuncia al discurso sonoro tiene una pretensión de autenticidad, de verdad. Así, esos minidocumentos que ofrece la CNN bajo la etiqueta de “Sonido ambiente”. Intentan ser el reflejo fiel de la Realidad, sin manipulaciones. Así también, el magnífico documental Unser täglich Brot (El pan nuestro de cada día) de Nikolaus Geyrhalter. Más allá de la manipulación ideológica que supone la elección y secuenciación de las imágenes, se trata de un ejercicio muy saludable dejar que las imágenes hablen por sí solas sin otros discursos superpuestos. El cine tiene su propio lenguaje, pero aquí ni siquiera es cine. O, mejor dicho, lo es según los principios Dziga Vertov y su Kino Glaz
Es cierto que la palabra, a veces, puede ocultar o adulterar el verdadero significado de las cosas. Pero, teniendo en cuenta que estamos atrapados en una red de símbolos de la que nada ni nadie nos puede librar, y que las cosas mismas son a su vez meras representaciones de algo que escapa a nuestro conocimiento, esta bien desnudarlas al máximo de cualquier atisbo de subjetividad. Quizá por eso el documental
(Cine-Ojo)Unser täglich Brot, en un intento de mostrarnos una parte de la realidad tal y como es. Incluso el montaje también se rige por principios objetivos. El resultado es un pasen, vean y juzguen ustedes mismos; como ya digo, muy saludable.

¿Qué pasaría si sometiéramos algunas películas, documentales, programas de televisión, telediarios, etc., a una cura de sonido? Podría ser que no comprendiéramos nada, pero también podría ocurrir que apareciera ante nuestra vista, como un fantasma, el verdadero sentido, la verdad oculta, el significado secreto, la realidad de las cosas. Algo así me ocurrió a mí en un reciente viaje en tren a Madrid.
Durante el trayecto pasaron un documental por la tele. Yo ya había decidido antes leer un libro y escuchar música clásica por una de las cadenas de radio que Renfe ofrece a los viajeros. Sin embargo era inevitable que, de vez en cuando, echara un vistazo al monitor que tenía frente a mí. Entre las primeras imágenes que llamaron mi atención, la de un niño de unos diez años con el vientre hinchado por el hambre y las piernas cubiertas de pústulas. Caminaba con dificultad. La imagen me impactó tremendamente. Pensé que sería uno de esos tantos documentales que nos muestran la miseria extrema de algunos lugares del llamado Tercer Mundo, preferentemente de algún país africano y cuyo mensaje subliminal es
Usted está en el sitio adecuado, bajo el sistema económico correcto. No pude seguir leyendo. En las siguientes imágenes se mostraban una especie de bancos de semillas (¿transgénicas?) y una extraños de criaderos-laboratorio de larvas o de gusanos. No entendía a dónde se quería ir a parar hasta que vi un bocata en el que se habían sustituido el típico jamón o queso por una buena ración de estas larvas. Se trataba entonces del viejo recurso de la ciencia luchando contra el hambre y la pobreza, que ahora ha sido retomado por nuestra ministra Garmendia.
O, lo que es lo mismo, de ocultar, hoy más que nunca, el verdadero origen de la pobreza. Guardé el libro que aún tenía entre las manos, saqué mi blog de bolsillo, uno que tengo de papel con tapas de cartón muy vistosas y comencé a tomar notas, mientras seguía escuchando música de Händel, creo, y Scarlatti.
Las siguientes imágenes mostraban todas las armas con tecnología punta que se estaban preparando para erradicar la hambruna: granjas de canguros, de avestruces y de caimanes. Se mostraba también como despiezar y filetear un pequeño saurio de un metro y medio de largo previamente sacrificado. Podría haber sido también la autopsia de un reptil, realizada por una zoóloga con gorro y guantes de plástico. Menos mal que toda aquella carne y gusanos eran para gente que estaba en condiciones de no poder hacerles ascos. No faltaban las piscifactorías donde se criaban toda clase de peces, crustáceos, moluscos y algas, montañas de algas, sin faltar las tradicionales almadrabas con sus atunes.

La sorpresa, para mí, privado del audio, llegó al final. Después de entretenerse un poco mostrando unas cocinas-laboratorio donde unos cocineros (vestidos de físicos nucleares) trajinaban con woks y sartenes, se ofrecía por fin el resultado de tanto esfuerzo inversor, empresarial ¡y científico!: un plato de carne de alguno de aquellos pobres bichos con su guarnición de algas. Sin duda de un plato exótico, pues unos palillos orientales tomaban un bocado y lo dirigían hacia la cámara, es decir, a las fauces del espectador, dispuesto a tragárselo todo.

Terminaré esta entrada con un sarcasmo, imitación un chiste que cuenta Passolini en Salò.
-¿Y el niño de la barriga hinchada?
-Muy bien, gracias.

Como no escuché el texto que acompañaba aquellas imágenes, me quedé sin saber qué pintaban aquellas primeras imágenes de la miseria haciendo presa en el frágil cuerpo de un niño africano.

Mi explicación
imaginaria es que se trataba de un cruel pretexto.

La próxima vez que viaje en tren haré un experimento todavía mejor: me taparé los ojos con una tupida venda negra.


Enlaces relacionados:
¿Cómo nos alimentamos?